La ropa está perfectamente colgada en vitrinas de vidrio y hierro. Y cada sector está bien dividido según la edad de los clientes. Hay espejos en los techos y en un rincón un cartel dice “lona para catre”. Entrar a la tienda “El Obrero” es como dar un paseo por un túnel del tiempo.
El local conserva hasta las primeras estanterías, que fueron diseñadas en la década del 30, cuando abrió sus puertas el negocio, ubicado en San Martín al 1.200, en pleno centro de Concepción. Sin el más mínimo interés de alterar el rubro con el que lo fundaron, tiene mercadería tradicional y una clientela fiel que aún puede anotar en la libreta lo que lleva y pagarlo a fin de mes.
Alfredo Efraín Dip tiene 71 años y 9 meses (así se presenta). Es el dueño de este negocio familiar, en el que piensa trabajar hasta el último día de su vida, dice. Aunque varias veces se plantea: “me dan ganas de vivir; esto es muy esclavizante”. Dip está casado con Rosa María Klegui, tiene un hijo de 38 años y dos nietos que siempre están dando vueltas por el negocio. “Ojalá ellos tomen las riendas de esto algún día”, sueña.
“Muchas veces me dijeron que le cambiara el nombre al negocio. Pero no quise. Me gusta así, como le puso mi padre al fundarlo”, señala, y fija la mirada en la calle. Naufraga en sus recuerdos: “antes las calles eran de piedras, las veredas muy altas, con palenques y argollas en el piso que servían para atar los animales. Los vecinos llegaban montados a caballo o con sulkis. Venían empleados de la zafra. Eran épocas en las que vendíamos muchísimo. La gente sacaba fajos de plata y llevaba de todo”.
La ropa de trabajo, uno de los principales productos ofrecidos desde siempre en “El Obrero”, sigue siendo su fuerte. “Aquí somos clásicos y traemos prendas de buenas marcas para toda la familia”, resalta Dip. El comerciante asegura que pone precios justos y que, por ese motivo, le esquiva a la temporada de ofertas. “Algunos exageran con los precios y después largan la liquidación. En realidad, no confío en eso del descuento. Nadie regala nada”, dice.
Cuenta que su abuelo era vendedor ambulante que había llegado de Siria y caminaba todos los días desde Concepción hasta Alpachiri con un bulto de ropa al hombro. “Mi padre le dijo que era muy sacrificado que había que poner un negocio. Así nació esto”, rememora.
Muchas cosas se fueron modificando al otro lado del mostrador con el paso del tiempo. Otras siguen intactas. “La mujer siempre fue la encargada de comprar la ropa interior de toda la familia. Eso no ha cambiado; ella busca el calzoncillo para el marido. En cambio, ahora sí vemos hombres en busca de lencería para sus mujeres”, destaca Dip, un comerciante que prefiere la cuenta corriente en el cuaderno antes que la tarjeta de crédito.
El depósito de “El Obrero” es como un cofre que guarda objetos valiosos, testimonios de un pasado no tan lejano: hay valijas de cartón, lonas guardapantalón (ideal para peladores de caña), sombreros de paja y lona para catre. Dip guarda ahí también ejemplares de los enormes ladrillos que usó para construir el negocio: tienen 30 x 40 cm.
No tiene nociones de marketing y la única modernización que le imprimió al negocio fue en realidad una lavada de cara: puso un cartel de chapa grande en la fachada, cambió algunos mostradores y forró los palos de estanterías con caños PVC. “Lo hice en una época en que todos los negocios se modernizaban, y yo quería hacer algo pero mantener el alma de El Obrero”, confiesa.
¿Cuál es la clave de que siga tan vigente? “Creo que fue la perseverancia. Hubo épocas muy difíciles, pero siempre la peleamos. Además, la gente tiene un cariño por este negocio. La atención es muy personal. Aquí no hay nada de gerente, encargado ni tecnología ni computadora. Todo lo hacemos en forma manual, con papel y lapicera”, resume.